martes, 18 de enero de 2011

De El Cortijo hacia arriba, del Cortijo hacia abajo

-Un minuto por favor- dijo. Extrañada, miró los alrededores para ver a quién se dirigía. – Éste es el número- replicó. -No señor, yo no vendo minutos.- En el fondo alguien estira su cuerpo sin retirar del lavaplatos sus manos untadas de jabón, asoma su cabeza y comenta: “la muchacha de los minutos salió”. El señor se retira del lugar mientras dice: “gracias de todas formas”. Con una risa muda observo la butaca donde tomé asiento, volteo hacia atrás; don César Pareja aun sostiene el vaso que recibe el agua que chorrea del grifo, sonríe simultáneamente y se va acercando. Su mirada explica que me senté en la parte equivocada; sin embargo, no pide que cambie de silla, al parecer la vendedora de minutos tardará en regresar a El Cortijo.

Paso del tiempo que no se nota

La barra central de la heladería conserva su color, un café mate que contrasta con las formas de vivos dragones, los mismos esculpidos por Julio Bedoya, a quien le decían “Tres Pesos” y el “ebanista de las tallas perfectas” por los que más admiraban su trabajo. Y las tallas parecen perfectas: ni un sólo resquebrajo, ni desfiguración en sus formas, los doce dragones permanecen intactos en seis columnas que impregnan un toque pintoresco a la parte frontal del que es el primer lingote de El Cortijo.

La madera de encima sufrió el golpe de las copas de aguardiente, envases de cereza, posillos de tinto, café y aromática, ceniceros, platos y la caída de unas cuantas monedas de centavos y pesos; una lámina brillante y permeable a la humedad suplantó su lugar, el mismo que una vez se vio moteado por las huellas dejadas de cientos de botellas que reposaron durante horas allí.

Talla de Julio Bedoya. Al fondo cuadro pintado por Teresa Uribe Maya, esposa del primer propietario.

Los dragones ya no están solos: a cada lado los acompaña una firme construcción de piedra y cemento, aquella que ocultó el grande y viejo enfriador y sepultó el reservado más codiciado de la heladería durante los años setenta. Los dragones parecen descansar, ya no reciben pisoteos ni golpes con la punta de los zapatos de los que se emborrachaban a todo su frente, también dejaron de embriagarse sin querer: no cae el licor derramado de las copas que se deslizaban de las manos de algunos clientes y que empapaba el cuerpo de los alargados y misteriosos reptiles. La barra ahora sólo es utilizada para el despacho de los pedidos que hace “Terruño”, mesero que lleva trabajando en El Cortijo 25 años.

¡Llegó el que sí sabe!

Aún me confunden con la vendedora de minutos, mientras tanto, César Pareja programa el primer éxito de los sesenta de Leo Dan “Cómo te extraño”, el argentino Leopoldo Dante Tévez se sigue escuchando en la heladería, tan frecuente, como cincuenta años atrás: “Te extraño tanto que voy a enloquecer, ay amor divino pronto tienes que volver…”

Germán Londoño, “Babosa”, como le dicen las personas que diario lo ven en El Cortijo, en especial Benjamín Toro, administrador del sitio desde 1978, no ha llegado a la mesa que acostumbra para tomarse un tinto, fumarse un cigarrillo y leer la prensa. “Es extraño que no esté, seguramente tiene una cita médica”, comenta don César quien desde hace tres años prepara los tintos que don Benjamín y demás aliados de la bebida estimulante acostumbran pedir. En las sillas que rodean la pila central del parque de La Ceja del Tambo tampoco se le ve. La panorámica de la heladería permite observar sin mayor esfuerzo los costados de la plaza del municipio, las palomas que picotean granos de maíz o de arroz, transeúntes de diferentes perfiles: estudiantes, indigentes, empresarios, religiosas, niños en brazos de sus madres, comerciantes, entre otros. Los carros, buses, camiones y motos que llegan de la ciudad de Medellín se convierten en la imagen constante de cualquier cliente que ingrese al lugar, las escaleras que se dirigen hacían el corregimiento de San José, vereda La Miel o Guamito, municipio de Abejorral y demás pasan frente a sus ojos.

En el fondo del lugar, alguien toma asiento. “Terruño” no atiende al señor. En contados segundos la mesa se ve acompañada del humo que emana un tinto y un cigarrillo. El volteo de las páginas de la prensa no dejan ver su cara; sin embargo, Pareja, como buen conocedor de los mejores clientes, indica que llegó Germán, ex administrador y cliente fiel de El Cortijo.

Don Germán conoce y ha vivenciado la historia de uno de los lugares insignia de La Ceja del Tambo. Recuerda, mientras eleva el pocillo para beber un sorbo, la fecha en que oficialmente abrió sus puertas al público cejeño. En 1952, un entablado polvoriento y feo cambió de matiz. Era el negocio de Uribe, donde se vendía fritanga, refrescos y tintos preparados en cafeteras que se encendían por acción de una lámpara. Los tarros de manteca se convertían en el orinal, en ése rincón sólo bajaban sus pantalones las personas de confianza, las más conocidos por el dueño. Cuando el recipiente se llenaba, cualquier cagón de la calle, a cambió de un centavo, cargaba el tarro y vaciaba el líquido en las afueras del negocio; hoy día parque principal.

Fue entonces la época donde aparecieron las niguas, los piojos, el carranchil, las pulgas y cuanto insecto se propagara por las condiciones infrahumanas en que vivían los primeros pobladores urbanos del municipio. La llegada del acueducto y alcantarillado fue una dicha para el pueblo. Los más acomodados tenían instalados pozos que funcionaban con bombas hidráulicas; los pobres hacían mayor esfuerzo para obtener el agua que se encontraba cuatro metros bajo tierra; no obstante, el método de filtración permitió también resolver sus necesidades higiénicas.

Las transformaciones

Era uno de los odontólogos más reconocidos, aunque también tenía nociones de diseño. Gilberto Acevedo Valencia reformó por primera vez aquel andamio sucio y antiestético. Su estructura ha cambiado: piso, paredes, fachada, iluminación, silletería, como también la ubicación de algunos elementos estratégicos, entre ellos el aviso que deja ver su nombre. En 1950, los letreros que denominaban los establecimientos podían leerse de un solo vistazo: El Cortijo, Café Amistad, El Taboga, Salón Social, y todos aquellos ubicados de forma horizontal que decoraban las empedradas calles del parque principal y sus alrededores.

La registradora funcionaba como caja fuerte, cuenta don Germán que “cada que registraban un refresco, una empanada, una aromática, un trago… la máquina arrojaba vales, cada uno con el valor exacto de lo que el cliente ordenaba. Dos cervezas: 20 centavos; un tinto: 5 centavos. La registradora se volvió obsoleta, gastábamos mucho tiempo para cuadrar las cuentas en las horas de la noche, aparecían los desfalcos y con ellos los jalones de oreja del patrón”. Emplearon un método manual, copiado de administrador en administrador, el que actualmente funciona y con el que César Pareja pocas veces se descuadra. Es común en cantinas, heladerías, bares, tiendas, cafeterías y revuelterias, la subutilización del empaque de las cajetillas de cigarrillos sí que les sirvió.

Las reformas de El Cortijo aparecen cada vez que cambia de dueño, lo que se aprecia hoy es el compilado de los esfuerzos de Rodrigo Duque, los hermanos González: Efraín y Jairo, Gilberto Acevedo Valencia, Benjamín Toro y otros cuantos que el señor Londoño no recuerda.

Del traga níquel quedan las voces inmortales de los argentinos Leo Dan, Palito Ortega y Pimpinela, o de la insignia española Raphael. Las monedas de centavos desaparecieron y con ellas los pianos Seeburg y wurlitzer que acompañaban las heladerías de la época. César Pareja programa una nueva canción, Londoño se inspira y sigue el ritmo como si se tratara del disco de acetato de 45 revoluciones por minuto que una vez vio girar en los pianos. Esta vez Palito Ortega y su canción “prometimos no llorar” lo devolvió en el tiempo: “Habíamos prometido no llorar… perdóname… quizás esta sea la última vez que nos sentemos a tomar un café juntos…”

Por 20 centavos ya no suenan tres boleros, tangos o clásicos de los sesenta y setenta. Los clientes no tienen que pararse de su mesa para solicitar una canción, están programadas en la computadora y complacen el gusto hasta del más bohemio visitante. Antes de ésta, una grabadora adaptada a dos amplificadores mantenía el ambiente en El Cortijo.

Las mesas de madera rústica y las bancas abollonadas recostadas contra la pared también se despidieron de la heladería. Eran los “reservados” o “pateadero”, donde las parejas y grupos de amigos comenzaban a tomar los primeros tragos. La media luz les acompañaba y un tejado sobre sus cabezas que simulaba total privacidad. Sólo ingresaban al sitio personas mayores de edad, de 21 en adelante, así lo reglamentaba la legislación colombiana de aquellos años.

Sin embargo, la clientela sigue siendo igual. Entran apostadores, hípicos, ganaderos, negociadores de propiedad raíz, paperos, galleros y demás. La hora y el día de encuentro ha variado, según don Germán, “los lunes la gente salía de la plaza de ferias y llegaba al El Cortijo para cuadrar cuentas. Se tomaban sus guaros y en medio de los tragos acordaban precios. Los campesinos eran más frecuentes los fines de semana, sábados y domingos el local cambiaba de aspecto, se vendía más cerveza y más licor. Religiosamente abría sus puertas a las cinco de la mañana para recibir a todos los madrugadores que participaban de la celebración eucarística en la iglesia del pueblo”.

Los buenos clientes

Era el tipo más gardeliano conocido en La Ceja, muchas botellas de aguardiente vació en nombre de los tangos del compositor argentino. Su jocosidad lo caracterizaba y le permitía entablar diálogo con cualquier cliente de la heladería. Germán lo recuerda, como si llegará en caballo con su sobrero, botas y chamarra. “Era muy buen chalán”, afirma. “Pedía un aguardiente y yo salía del establecimiento para entregárselo. Cuando ingresaba y se sentaba en la mesa comenzaba a contar: “Uno, dos, tres. Tres hombres, tres soluciones; tres mujeres, tres conflictos- y se echaba a reír- sirva trago para todos.”

Mario Aramburu Restrepo era el contralor del municipio. Tenía fincas en el pueblo y por los lados del Yarumo. Entre las 7 y las 10 de la mañana el negocio no daba abasto. No había mesa desocupada ni silla disponible; sin embargo, el administrador exigía que don Germán lo atendiera con total especialidad. “no sé cómo me las ingeniaba para sentarlo en un espacio cómodo, el era un tipo muy respetado y sólo tomaba aromática en El Cortijo, no le gustaba ir a otro sitio. La presencia del contralor daba altura al lugar y, detrás de él, llegaba casi todo un pueblo que lo conocía o que se acercaba para pedir algún favor casero”.

El Cortijo da cuenta de la historia e idiosincrasia del municipio de La Ceja del Tambo, sitio de negocios y de encuentro con los amigos. Su ubicación estratégica lo cataloga como referente para cualquier transeúnte que requiera una dirección: de El Cortijo hacia abajo, de El Cortijo media cuadra hacia arriba, al frente de El Cortijo o simplemente vallase por la acera de El Cortijo…como traduce su nombre, lugar de encuentro, zona de acopio, de donde todo visitante tiene algo por contar, bueno o malo, donde se ventilan muchas cosas sin lugar a dudas.

CRÓNICA de Luisa Fernanda Mejía Ramírez - Escrito Ganador del Premio Orlando López

No hay comentarios:

Publicar un comentario